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EN BERLÍN

EN BERLÍN

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Por Gilberto Haaz

He paseado como turista cuenqueño por Berlín, la gran capital de aquel imperio que soñó Hitler por mil años y sólo duró escasos mil días a base de guerras y bombazos hasta ultimarlos y rendirlos. Hace años recorrí con pasión esa ciudad milenaria, destruida casi en su totalidad por las bombas aliadas, que caían como racimos de coyol, y levantada como un muerto que revive a base de esfuerzos, apoyos y grandeza de ese pueblo que se ha significado, entre otras cosas malévolas, por ser el causante de las dos Guerras Mundiales, sus dirigentes, no el pueblo. Pero asombra verlos. Hospedado en el hotel Adlon, de la calle Unter den linden 777, al pie de la Puerta de Brandemburgo, su icono, un hotel fino clasificado el número 22 de 246 en el mundo, allí mismo donde en las teles de los cuartos nos exhibían cortometrajes de cuándo el Fürher y su gabinete, Borman, Göering, el arquitecto Albert Spear, Himler y demás malosos lo tomaban como punto de reunión cuando se unía la crema y nata berlinesa. Uno sale y camina como cualquier hijo de vecino, zona que estaba controlada por los comunistas y allí mismo a unos pasos se asienta la Embajada Soviética, o lo que queda de ella, toda amurallada, como ha sido su política en años y años, de sigilo. Ese hotel, El Adlon, fue destruido y levantado piedra por piedra de las ruinas, quedando igual que antes: bello, confortable y acogedor.

 

LA TRADUCTORA

Con una traductora polaca, rubia que hablaba el alemán, inglés, francés y el cuenqueño, que es mi idioma, yo le pedía insistentemente me llevara a los despojos de la Guerra. Al búnker de Hitler y lo que quedaba del Nido del Águila. El Muro había caído hacía algunos años y habían dejado unos tramos donde me tomé una foto perrona, sólo para que mi familia y amigos vieran esos cientos de kilómetros que lograron separar a dos pueblos que, primero se odiaban, y luego terminaron por hermanarse, venciendo la democracia porque el sojuzgamiento y el yugo del aislamiento comunista ahora no se da, son tiempos donde suenan tambores de la democracia. La traductora cabeceaba, me tiraba a lucas, de eso no querían hablar nada. Era historia sepultada. En los estancos había testimonios de aquello en fotografías en blanco y negro. Me hice de bastantes. Fotos desgarradoras donde se ve piedra por piedra el derrumbe del bombardeo. Han dejado solo una iglesia como referencia a aquellos años malditos. Una vieja iglesia que se mantuvo en pie. Allí la tienen y la cuidan como la niña de sus ojos, para recordar un pasado que nadie quiere voltear a ver, ni que se repita.

 

EL ESCRIBIR

En aquel tiempo aún no se me daba el oficio de escribir, un oficio que no es mío pero que tomo como hobby con dedicación, disciplina y esmero, intentando cada día escribir mejor, clarito y conciso, como dijo Oscar Wilde: “No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo”. O aquella otra de Albert Einstein: “Si tu intención es describir la verdad, hazlo con sencillez, la elegancia déjasela al sastre”. Aquella vez de Berlín no escribí nada. Pero lo guardé en mi memoria y ahora reviso mi archivo fotográfico y recuerdo que en ese año, hace más de 14, los alemanes iban a fijar cerca del hotel un predio con unos cubos en homenaje a los judíos caídos en el Holocausto. Se me hizo raro, pero mi mente no alcanzaba a ver al más allá. También se me hizo raro que, aún a años de la caída del Muro, sostuvieran una estatua gigantesca de un soldado ruso, cuando yo hubiera mandado al carajo todo eso. Es que todos son iguales. Stalin resultó peor que Hitler. Hace poco, la presidenta alemana fue al sitio en Israel donde mantienen el museo del Holocausto. Rindió homenaje a esos caídos y les pidió perdón. ¿Qué creen qué pasó? Unos congresistas se molestaron porque la señora les habló en alemán en ese recinto que consideran sagrado ¿Qué querían? ¿Qué les hablara en tehuano? Si es el idioma de la señora. Hay días así.

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Rita Ortíz
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