Muerte a la carta
ACERTIJOS por Gilberto Haaz Diez
Hay Estados de la Unión Americana, donde los sentenciados a muerte pueden escoger la mejor forma de morir, si es que hay alguna. Todos soñamos con morir en la tranquilidad de una cama, sin sobresaltos, que llegue la muerte y bendita sea si no hace daño ni crea dolor. El filósofo chino, Confucio, primo lejano de Kamalucas, un filósofo de mi pueblo, solía decir: aprende a vivir y sabrás morir bien. Los condenados a muerte en Estados Unidos, son por lo regular crápulas que han liquidado gente. Asesinos confesos. Pues bien, en Utah, uno de los estados norteños, la legislación permite que el sentenciado a muerte escoja cómo morir. Como si se estuviera en una Mac Donald y pudiera uno pedir la burguer o la triple Mac. A un gringo maloso le ocurrió. Sentenciado a muerte, escogió ser fusilado porque, dicen que ser fusilado tiene un toque de heroicidad y se puede mirar al pelotón de fusilamiento cara a cara. Los del pelotón de fusilamiento, para que no carguen en su conciencia él haber sido el killer, toma uno de ellos un rifle con balas de salva, y así ninguno reconoce de quién fue el tiro certero. En la historia de la revolución hubo muchos casos así. Martín Luis Guzmán nos explica varios, como aquel general rebelde que, cuando las fuerzas de mi General Villa lo tenían en el paredón, pidió fumar un cigarro, de seguro era Delicados o Alas Extra. Lo dejaron fumar, la mano no le temblaba y la ceniza se mantuvo firme, quería decir esto que era de los soldados bragados. Hay formas de morir: inyecciones letales o silla eléctrica. Ignoro cómo le fue al gringo, si pidió piedad o solo cerró los ojos para esperar el tiro liquidador. Pero de que pidió cómo morir, lo pidió, y le fue concedido.
LA MÚSICA
El legendario Gabriel García Márquez decía que él, en lo personal, admiraba a los compositores de música, porque en tres minutos relataban una historia, lo que a ellos les llevaba contar en 100 o 200 páginas de un libro. Y lo decía por esa canción de Pedro Navajas, una casi cumbia del vallenato, una historia que cuenta las peripecias de un padrotón con leontina y toda la cosa, cuando se bate a navajazos que le cuesta la vida. La música lo es todo. Es infinita. En la música es acaso donde el alma se acerca más al gran fin por el que lucha cuando se siente inspirada por el sentimiento poético: la creación de la belleza sobrenatural. La vida está llena de música, sin ella viviríamos aburridos. Cito a Oscar Wilde: ‘El arte de la música es el que más cercano se encuentra de las lágrimas y los recuerdos’. Hay canciones inmortales. Muchas. Aquella francesa, My way, a la cual Paul Anka puso letra y le llevó una mañana al entonces casi viejo, Frank Sinatra, y Paul Anka se la tarareó, sentados ambos frente a frente, pegadas rodillas a rodillas, y le dijo: ‘Óyela, es la historia de tu vida’, y cuando Sinatra escuchó aquella parte que decía: “Cuando tuve dudas me encaré con todo y no me hundí, lo hice a mi manera”. O ese otro: “Viajé por todos y cada uno de los caminos. Y más, mucho más que esto, y lo hice a mi manera”, al viejo se le escurrieron las lágrimas, le dio un abrazo fraterno y ese tema vivió en su inmortalidad y, además, le sirvió a Frank como su canción de despedida de todos los conciertos porque la vida, como lo dijo el mismo Nobel, es la mejor cosa que se ha inventado. No solo se despedía con ella en sus galas de los escenarios, se despedía del tiempo inexorable que no perdona el calendario de los inviernos. Ahora la escucho, en lo que escribo este párrafo, es la historia de las caídas y formas de levantarse, su orgullo y sus derrotas, del amar y perder, de las malas experiencias, del reír, llorar y sufrir para volver a levantarse a su manera. Quizá, inspirado en ella, uno piense que con el viento cálido pegando de lleno en mi ventanal abierto de mi azotea, se tenga mejor futuro y porvenir, que logremos esos sueños a veces interrumpidos, que nos levantemos cuando una piedra donde se tropieza nos haga caer, o un muro se ponga frente a uno y lo brinquemos para así, como le cantó Paul Anka a Sinatra, vivir a Mi Manera. Cuenta la historia que cuando Los Beatles llegaron a Estados Unidos, a esa gira donde estarían con el popular presentador de televisión, Ed Sullivan, una noche antes con Elvis Presley quemaron mota en un motel y le dieron rienda suelta a la música, que luego inmortalizaron. Hubo sesiones míticas. Muy recordadas. La historia debe plasmar aquel último concierto de los Beatles. Fue en una azotea londinense, en una mañana gélida y brumosa de una calle donde abundan los sastres, Saville Row, los paseantes y caminantes volteaban azorados a una azotea donde había ruido estrepitoso y música al aire libre. Algunos espectadores se detuvieron atónitos, jamás pensaron, aquellos pocos, que estaban presenciando el último concierto del legendario grupo de Liverpool. Eso fue un enero de 1969, cuando en Londres hace un frío del carajo. Era la azotea de la firma de discos Apple, propiedad del grupo, y quién sabe por qué demonios les dio por tirar rock and roll allí, cuando millones los querían en sus estadios y plazas públicas y espacios abiertos. Unos dicen que era el prolegómeno de la grabación del disco leyenda ‘Let it be’, que se grabaría un año después.
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